El primer minuto puedes escribir un libro. Todo un libro en un minuto. Todas las ideas que quepan en ese minuto sirven para hacer un libro o dos. O diez. Un minuto me estacioné en tu sonrisa. En la idea de tus ojos enfrascados leyéndome. Cientos de libros. Cientos de historias.

El segundo minuto lo dedico a desvestirte, tal vez como lo he hecho antes. A soñarte y a desnudarte. A enamorarme de ti e imaginarte, precisamente, en el libro al que dediqué el minuto anterior. En el minuto dos no escribes un libro. Eres un libro.

En el minuto tres cierro los ojos. Esto tendré que escribirlo en el cuatro, por que el tres lo dedico a soñarte, a besarte, a sentir tu saliva devorándome. Ese es el minuto tres, la transformación de tu sonrisa, su desaparición para dar entrada al naciente gesto de placer. Adoro esa cara.

El minuto cuatro escribo lo del tres y te imagino escribiendo. Escribiéndome una carta, soñando que estás en mí. Diciendo lo que opinas de algo mientras te observo, quizá mientras te espío.

En el minuto cinco comienzas a tocarte sin mí. Quizá me imaginas. Quizá no. Pero me gusta pensar que lo haces. En el minuto cinco me vuelvo un habitante de tu humedad.

En el minuto seis te conviertes en mis manos. Me devoras, me destrozas.

En el minuto siete eres mis letras, eres mi inspiración. Te metes en mí como un demonio que no me permite descansar, que no me permite respirar, que me mueve desde el fondo a regalarte estas palabras. En el minuto siete te imagino, seguirás tocándote. Seguirás en mis manos. Seguirás en mi novela. Seguirás siendo poesía. En el minuto sietes eres de tinta. De luz y del aliento de un suspiro. En el minuto siete eres para siempre la ilusión de aquel orgasmo.