De pronto pienso en Woody Allen. En su formación como cineasta hace muchos años: un gran admirador de Ingmar Bergman, un gran aficionado del cine, apasionado de la música, enamorado de la literatura. Un neoyorquino cultoide de los años setenta. Judío, medio intelectual, medio gracioso, medio feo, medio pelirrojo. Y decidió hacer cine, pudo haber ido detrás de su admirado Bergman, o de su icónico Buñuel, pudo haber hecho muchas cosas en el cine en aquel entonces, pero decidió hacer algo distinto, ¿qué? No sé. Algo. Y ese algo lo fue convirtiendo con los años en Woody Allen, bueno o malo, da igual. Único.
Entonces regreso a la época del internet. Y veo que el esquema es el mismo de siempre, anti woodyallenesco, miles de personas intentando hacer lo que hacen sus miles de admirados. Así, en cada nivel, en los millones y millones de blogs, en los miles y miles de cortos caseros independientes, en los miles de millones de tuits intentando ser originales. No importa el tamaño de la revolución, siempre hará falta gente que se salga del cuadrado. Sin hacer cosas raras, o sinsentidos, simplemente con creatividad y estética.
Es eso lo que nos pone en un lugar tan hermoso llamado el siglo veintiuno, sobran los medios, sobra la accesibilidad de los medios, sobran herramientas. Sobra falsa creatividad. Falta verdadero genio, verdadero amor a la estética y quien materialice este valor.
Faltan artistas de verdad.
Así que… ¡artistas! Todos, sin excepción. ¡El mundo es suyo! No hace falta intentar ser ingeniosos, sin son auténticamente creativos, lo que hagan será grande. Sin intentar gustar.
¡Artistas, el mundo les pertenece!