No soy un experto en deportes. No sé nada de deportes. Tampoco soy un aficionado a las carreras de motos. Es más, no estaba enterado de que este fin de semana se corría el circuito de Sepang en Malasia. Ni del Gran Premio, ni del mundial de motociclismo.
Pero esta mañana un recuadro de un periódico español me estremeció por completo. Muere, a los 24 años, Marco Simoncelli en Sepang.
No sé si sea una lección de vida, un momento para reflexionar, un homenaje a la muerte para asegurarnos que puede más que nosotros. No sé qué sea, pero algo dentro de mí simplemente lloró. Alguien cercano a él estaba viendo esa carrera cuando perdió el equilibrio en la curva, alguien notó que quedó sin casco atrapado entre las motos de sus compañeros. Alguien se dio cuenta que algo grave sucedía con Marco, Sic, a quien querían.
¡Qué puto dolor! Y qué forma más dura de poner en perspectiva las guerras, los crímenes, toda la muerte despiadada que sucede en este planeta a manos de otros. De personas. De aquellos que también tienen hijos, o madre, o alguien, un solo alguien que les importe. Todo el que muere tiene un nombre, Marco Simoncelli murió haciendo lo que más disfrutaba, en una mañana de emoción, de un día que debería terminar con baño de champaña. Todo el que muere tiene un nombre, y Simoncelli tenía la edad de muchos soldados.
¡Qué dolor! Y qué forma de poner en perspectiva las putas guerras, la despiadada naturaleza de algunas muertes.
Réquiem para Marco, y para todos los jóvenes de su edad que han perdido la vida.
Simoncelli ya es un míTo!
Por qué se le salió el casco…? Y la fatalidad de Rossi, amigo y hermano…
Qué DoLoR amigo, qué DoLoR!