Iniciar la carrera contra el tiempo se convierte en prioridad en el vertiginoso ahora. Iniciar un día. Tomar un café. Encender la computadora. Librar la batalla contra una luna que tarda el mismo tiempo en desaparecer del cielo cada mañana, pero usando una computadora que cada vez enciende más rápido.
Luego, aparece la vertiginosa aparición de los recuerdos, de momentos que no han muerto aunque parecen enterrados. De piel. De pasión y de esperanza apabullante. El mundo hoy es de quien sobrevive a la tormenta, de aquellos que llegan al sol luego de una tempestad. Porque las tempestades son inmediatas, porque soportar el frío y el agua se convierte en los más difícil de la carrera contra el tiempo.
Somos más jóvenes. También. Todos. Los treinta de hoy son los cincuenta de ayer, los sesenta son los ochenta. Vivimos más, si evadimos algunas enfermedades, por supuesto. Somos más jóvenes y más impacientes. Más hipócritas, más infieles. Distantes. Somos una generación de encierro. De locura y esperanza. De esperanza apabullante. De caos y ruido, pero que sueña con el Nirvana y la paz de las montañas. Somos una generación que no necesita ser de ascetas para meditar.
La carrera contra el tiempo no es sino una mañana, cualquier mañana. Todas las mañanas frente al infinito caos del exceso de información. Somos sueños. Sueños atrapados y sueños liberados. Pero siempre, sueños de un tiempo que se escapa de una libertad que nos permite navegar en una silla. La relatividad del tiempo. La estúpida y perfecta relatividad del espacio.
¡Hoy es miércoles! La espeluznante relatividad de la semana.
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